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Pitaya o ajonjolí: el Corredor Seco hondureño, laboratorio de resistencia a los caprichos del clima


Enfrentados al dilema de resistir o migrar, los campesinos centroamericanos ensayan cultivos que les permitan adaptarse a las sequías prolongadas y a la nueva realidad en la que las estaciones del año se confunden.


Francisco Rodríguez observa con satisfacción cómo prosperan al fin, en las laderas de la montaña, el maíz y los frijoles. Los mandó plantar desde Estados Unidos, donde ha pasado los dos últimos años trabajando para pagar una deuda de 3.000 euros contraída cuando el paso del huracán Eta por esta zona remota de la comunidad indígena tolupana, en Yoro (norte de Honduras) echó a perder las cosechas. El año pasado fue la sequía la que hizo estragos, recuerda este hombre de 46 años, la tez curtida por el sol, que acaba de regresar a un hogar por el que sigue apostando pese a que el clima sea cada vez más imprevisible y el futuro, más incierto.

Los frijoles y el maíz son la base de la dieta en Honduras, uno de los países que integran el Corredor Seco Centroamericano, una zona sometida a una enorme presión por el cambio climático que arranca en Chiapas (México) y alcanza Guanacaste (Costa Rica) a lo largo de la vertiente del Pacífico. En esa región de bosque tropical seco y sabanas, afectada cada vez más por sequías prolongadas y por lluvias excesivas, viven más de 10,5 millones de personas. Una tercera parte de ellas, las que cultivan granos básicos para la mera subsistencia, necesitan ayuda humanitaria, según la FAO, la Organización de la ONU para la alimentación y la agricultura. Los eventos meteorológicos extremos de los últimos años han aumentado la vulnerabilidad en todo el corredor.

Los campesinos son el 45% de la población de Honduras (nueve millones de habitantes), un porcentaje similar en los países del Corredor Seco como Nicaragua, El Salvador o Guatamela. Tradicionalmente, cosechaban dos veces al año. La siembra de primera se hacía en mayo y junio, coincidiendo con el inicio de la estación de lluvias. Y la de postrera, en octubre, justo cuando las precipitaciones son más intensas. Rodríguez ha sembrado con lluvia y parece que la cosa va bien, pero mira a su tierra y reflexiona sobre lo que está pasando. “Las fechas de siempre ya no nos sirven. Todo ha cambiado. Los meses de verano parecen de invierno y al revés. No llueve en meses y de repente nos caen aguaceros”, cuenta el hombre, cuya parcela forma parte de un proyecto para mejorar la resistencia frente a los caprichos del clima mejorando la gestión del agua y diversificando cultivos: ahora, en las laderas, además del sustento del día a día asoman también limoneros, naranjos, que crecen gracias a un sistema de riego por goteo.

La crisis climática ha puesto regiones como esta de Yoro al límite. La sequía persistente (pero también las lluvias torrenciales) han hecho peligrar los medios de vida y han colocado a muchos campesinos ante un dilema: resistir o migrar; aunque aquí, donde la gente está siempre en movimiento en busca de oportunidades, no son opciones excluyentes. Ahogado por las deudas del campo, Rodríguez se endeudó aún más para enjugarlas: pagó 15.000 dólares (13.840 euros) a coyotes (guías) que le ayudaron a abrirse paso hacia Estados Unidos. Recuerda los peligros de la selva del Darién y el calor sofocante del desierto mexicano. “Llegué casi muerto. Pero gracias a Dios llegué, muchos no lo cuentan. Y ahora tengo una historia que contar”.

Rodríguez se instaló en Dallas. Por el día trabajaba instalando y reparando tejados. Por la noche dormía en un pequeño apartamento con ocho compatriotas. “Si uno quiere hacer dinero, no puede estar cómodo”. Envió dinero a su familia y a personas de la comunidad que le pedían ayuda: las remesas son una de las fuentes de riqueza de Honduras (20% del PIB) y el origen de las mejores casas, las más confortables, que al estilo americano se ven ya en zonas rurales del país. Rodríguez nunca perdió de vista su pedazo de tierra —aislada y remota, pero suya— y regresó hace tres meses mejor asesorado para plantar cara a la sequía y con el deseo de no tener que volver a alejarse de su mujer, sus tres hijos, sus dos nietos... y la comunidad tolupana.

Cultivos más rentables

Otros nunca se han marchado y tratan de encarar los caprichos del clima con ideas innovadoras, como las que exploran los estudiantes del Instituto de Agricultura de Texiguat (en el departamento de El Paraíso, al sur del país). El ingeniero Nelson Ariel Aguilera, de 26 años, da clases a alumnos que proceden de familias campesinas y no quieren dejar su tierra. Esto es un laboratorio al aire libre, rodeado de montañas, donde experimentan con variedades y cultivos para encontrar “aquellas que son más resilientes a los efectos del cambio climático y, en particular, a la escasez de lluvias”, explica Aguilera.

La pitaya (conocida también como fruta del dragón) les ha dado un gran resultado. Lo mismo que el ajonjolí o sésamo, una semilla que se usa, por ejemplo, para el pan de las hamburguesas. “Se adaptan a la zona, no requieren tanta agua ni fertilización, son resistentes. Y encima producen más y son mucho más rentables. Por una carga de ajonjolí se paga el triple que por una de maíz”, cuenta el ingeniero. El reto, admite, pasa por “cambiar la mentalidad de las familias que han cultivado maíz y frijoles de generación en generación”. Pero para eso están sus alumnos, que ven ya que la fórmula de siempre no funciona y que si quieren vivir mejor, más allá de la mera subsistencia, han de cambiar el chip. En El Paraíso, la primera cosecha a menudo se sacrifica y se fía todo a la segunda, ya en plena temporada de lluvias y huracanes que aquí, a diferencia de en otros territorios, son una bendición.

Josué Noé, uno de los alumnos, de 23 años, es uno de los miles de hondureños que, cuando acaba la segunda siembra, se ofrecen para ir a cortar café a las montañas. A finales de octubre aparecen los camiones para buscar mano de obra. Es una migración temporal, cíclica, a menudo de familias enteras, lo que paraliza también la escolarización de los niños de zonas rurales. “Es una forma de ayudar a la familia. Es duro, estás siempre bajo el agua, con lluvia todos los días”, cuenta Josué, que no cobra por horas sino por la cantidad de uva de café que ha sido capaz de recoger. Hay que hacerlo con habilidad, porque si se rompe el tallo, no vuelve a crecer, y eso son pérdidas para el propietario y, a menudo, sanciones para el recolector.

El café en Centroamérica tiene dos caras: es un trabajo duro, pero también una alternativa para salir de la pobreza. Orlando Hernández espera orgulloso delante de su casa, equipada con paneles solares. “Mira qué claridad entra”, dice sobre el fluorescente que ilumina una de las estancias. Sus hijos, al fin, pueden estudiar de noche y él puede cargar el móvil. La suya es una de las 33 familias beneficiadas por un proyecto de mejora ambiental: la cocina, donde un pescado de río se seca colgado en la pared, ya no genera hollín porque está equipada con una estufa mejorada que, además, ahorra un 80% de leña. Gracias a un filtro purificador, los Hernández pueden además beber agua sin miedo a contraer enfermedades.

Este agricultor de 35 años dejó de lado los frijoles y el maíz y se pasó al café: “Son plantas hermosas. Cuando uno viene aquí, se alegra”, dice en mitad de una plantación que le proporciona goce estético pero que, por encima de todo, le ha sacado de la pobreza. Con los granos básicos ganaba 50 lempiras al día (menos de dos euros); ahora, con el café, ingresa 600 (unos 22 euros). “Antes íbamos al día. Pero uno piensa en el futuro de sus hijos [tiene tres] y no quiere que sufran lo que uno sufrió”, cuenta. Aunque la época más intensa es la recogida, el café da trabajo todo el año. Y aquí además se hace cuidando el suelo, de manera que se aumente la resiliencia contra el cambio climático: produce menos que los grandes cafetales, pero es más que suficiente.

La sequía, causa indirecta de migración

“Este valle de Yoro es fértil, muy productivo. De aquí sale la mayor cantidad de granos básicos de Honduras. Pero el cambio climático le está afectando mucho. Antes, las estaciones estaban bien marcadas, había dos épocas para la siembra. Ahora no”, subraya Levy Daniel Icona en el interior de una pickup que va dando botes por caminos polvorientos. Este técnico de la fundación FUNACH(Fundación en Acción Comunitaria de Honduras) confirma que este año la sequía hizo estragos. “Ha sido devastadora. Apenas hubo producción de maíz ni frijol. Más de 1.000 cabezas de ganado murieron en la zona porque no tenían alimento. Y eso que aquí hay recursos hídricos”.

El fenómeno meteorológico El Niño hace que las sequías sean más prolongadas, lo que además de afectar a la recarga de los acuíferos de montaña provoca, a menudo, que la cosecha de primera se pierda por falta de agua. Muchos campesinos renuncian a esa primera siembra para no perder la inversión, lo que a su vez compromete la seguridad alimentaria porque hay menos comida disponible. La degradación de los suelos hace que retengan menos agua, por lo que el campo pierde fertilidad y los cultivos acaban dando bajos rendimientos. Un cóctel que hace cada vez más precaria la vida del campesino.

Hubo años de sequía devastadora, como 2015 y 2016, cuando Honduras perdió el 80% de la cosecha de frijol y el 60% de la de maíz. Unicef reveló entonces que uno de cada tres hogares del Corredor Seco en ese país tuvo que incorporar al trabajo a los más pequeños de la casa. Según el informe Migraciones climáticas en el Corredor Seco Centroamericano, de 2019, la renuncia a esa primera cosecha es un ejemplo de “adaptación negativa” al cambio climático, que obliga a muchas familias a “reducir el consumo de bienes, servicios y otras inversiones en salud y educación”.

La Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertización (UNCCD, por sus siglas en inglés) ha advertido recientemente de que cada año hay 55 millones de personas afectadas en todo el mundo por la sequía. “Es un asunto global. Las sequías cada vez van a ser más frecuentes e intensas. Por eso apoyamos a los países para que apliquen políticas proactivas”, explica Daniel Tsegay, responsable de programas de la UNCCD. Tsegay señala que la sequía en un lastre para la economía, por eso es conveniente prevenir: según la Alianza Internacional para la Resiliencia a la Sequía (IDRA), impulsada por España y Senegal, invertir para combatirla otorga retornos de hasta 10 veces la inversión inicial. El responsable del organismo de la ONU añade que la sequía es un “amplificador y catalizador” de las migraciones. Según el Banco Mundial, la sequía puede forzar la migración de más de 200 millones de personas para 2050.

Hasta la fecha, el cambio climático no es, salvo en el caso desastres naturales provocados por fenómenos extremos, una causa directa de la migración, apuntan los estudios de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Pero sí es un factor más que empuja en esa dirección. La sequía, por ejemplo, hace que las cosechas sean peores, lo que aumenta la inseguridad alimentaria y los índices de pobreza. La falta de oportunidades y la violencia llevan a miles de centroamericanos a abandonar sus países. En especial, a los jóvenes, que “cuando ven que no pueden ni comprar su ropa con la cosecha clásica de maíz o frijol, se frustran y acaban yéndose, primero a las ciudades y luego a Estados Unidos”, añade el técnico de FUNACH.

Mujeres y ‘coyotes’

“Somos pobres”, dice Jorge, que quiere ser llamado únicamente por su nombre de pila, desde su casa de la zona rural de Soledad (El Paraíso). En Honduras, la realidad es que buena parte de la agricultura sigue siendo de subsistencia. Orgulloso de un pozo que le proporciona agua potable (”nunca me he enfermado”), en su terreno tiene un poco de todo: frijoles, árboles frutales, gallinas, hojas de tabaco y, sobre todo, paste, una planta (similar a un calabacín gigante) que contiene en su interior un tejido poroso que se usa como esponja. Ese cultivo, que hace 10 años le sacó de la pobreza más extrema, “va mermando y mermando” por la escasez de lluvias. “Cuando no hay dinero, aguantamos. Lo primero es la comida”, cuenta este agricultor, que come frijoles para desayunar, huevos para comer y “platanitos tiernos” para cenar. Jorge agradece el apoyo de entidades como Ayuda en Acción, que colaboró para cercar el terreno y evitar a los predadores. “Antes se lo comían todos los gatos de monte. Y los coyotes”.

Los coyotes son una presencia constante en Honduras. En especial, los de aspecto humano, quienes guían a migrantes en su camino al norte, pero también se conoce con ese nombre a los intermediarios que compran a bajo precio el producto de los agricultores. Estos viven a menudo en zonas aisladas y no pueden mover su mercancía, que acaba en las grandes ciudades, como Tegucigalpa o San Pedro Sula. Es difícil escapar de ellos, como saben bien en la comunidad de La Albardía (Yoro), una suerte de matriarcado donde las mujeres se han unido para cultivar de una forma más natural. Están reunidas en casa de Isabel Murillo, madre soltera de 51 años. Es una finca en medio del soleado valle donde ha plantado frijol, hortalizas, pequeños chiles picantes y, sobre todo, aguacates, enormes aguacates ya maduros que van cayendo de los árboles y que tendrá que regalar a menos que suba algún coyote y acepte el precio que se le diga.

Es la gran barrera que no logran sortear en La Albardía y en otras muchas comunidades rurales. “Los coyotes suben con carros y camiones a sacar nuestro producto porque saben que es bueno. Y nosotras no podemos sacarlo”, admite Blanca Gutiérrez, que explica cómo, con ayuda de técnicos agrícolas, han rescatado del olvido variedades criollas (de ciruela, uva, cebolla o maíz) que dan menos rendimiento pero resisten más al clima de la zona. Y utilizan solo fertilizante orgánico (a base de estiércol y melaza) que venden, con notable éxito, y que contribuye al medioambiente. “Con el método tradicional, el suelo se va desertizando. Con el orgánico la tierra mejora, va tomando vida”, explica Blanca.

La regeneración del suelo es lenta, explican los expertos, pero imparable: la franja de materia orgánica se regenera y a largo plazo crece la producción porque los micronutrientes se van diseminando. La de estas mujeres es otra forma de resistencia, la más eficaz a largo plazo, en línea con las políticas públicas para el Corredor Seco. Aunque a veces se echa de menos una acción coordinada de los gobiernos, hay proyectos que dan resultados: sobre la tierra (reforestación, construcción de terrazas y surcos, manejo de residuos, prohibición de las quemas), pero también sobre el agua (mejora del abastecimiento, infiltración de acuíferos o acopio de aljibes). Blanca presume de vivir en la zona alta del valle, que es la más lluviosa. Pero tiene edad suficiente para recordar tiempos mejores. “Llueve mucho menos que antes. Y las lluvias que antes se esparcían en un año caen ahora de repente, son aguaceros”.

Fuente: El País

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